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martes, 19 de septiembre de 2023

 

RAYITOS DE SOL

 

 Rayitos de sol escapan

díscolos, traviesos, sin hacer daño,

del frondoso árbol, quedo y huraño,

buscando tierra para descansar.

 

Unos cuantos,

enredados entre hojas,

reposan aquí y allá.

Otros, en pleno movimiento de pétalos,

retozan, tocándose, siendo muchos, a veces uno.

 

Rayitos que iluminan y capturan sombras

en ramas balancean su etérea faz

plenos, ahítos y nerviosos,

basculan en los quietos troncos,

sin descanso ni pesar,

rumbo al suelo…

 

Juntos son uno que acalora y ya nomás

pero en sus juegos, con saltos y escondites,

pululan como muchos

y más divertidos son.

 

Su recreo en la fronda no quema

y, tal vez, curiosos e indiscretos,

visiten una gruta en el ramaje

tropezando con alguna hormiguita,

inquieta, desprevenida y algo frágil…

 

Por otro lado,

corre, raudo, tembloroso,

hacia el desprevenido lomo de un ave,

el rayito, perdido en los brotes,

la monta y escapa en ella hacia otra lejanía, extraviado.

 

Buscando descanso,

algunos se esconden bajo oscuras hojas,

marrones, crujientes, a punto de caer,

y, tras ese asomo, las confunden

entre rojos, verdes y amarillos,

las cambian, las llenan de vida…

 

Ya en la cresta,

en inapelable mediodía,

todos duermen, son uno

y, al filtro de las hojas,

caen como gotas, como lluvia,

marcando puntos definidos

que se desfiguran sólo cuando hay viento.


Rayitos se inclinan, luego del reposo,

mirando al lugar donde nacieron

escapan, lentos, algo furiosos y distraídos,

como resabio, queman, fatigan,

marcharse no quieren.

 

Pesarosos, unidos ya,

incapaces son de retozar en la enramada,

no juegan,

no bailan,

no cabalgan en aves,

no irrumpen el sueño de los insectos,

sólo quedos, como el árbol.

 

En silencio,

como apagando el cielo,

marchan a otros horizontes,

juntos, tibios, melancólicos y algo nostálgicos,

su tiempo ha pasado,

ahora es lento, afligido.

 

Ignífugos, dejan al que, por un largo rato,

fue su mundo, su aislado universo, su lúdica morada.

Ya no son voraces

es más, ni siquiera se ven en el firmamento

y dejan que sus hermanos de otros hemisferios agiten todo.

 

Esos rayitos volverán mañana,

agitarán sus cuerpos sin forma

sobre el señorío de aquella flora y sus vecinos.

Volverán a quemar y seguirán siendo felices.

miércoles, 17 de mayo de 2023

 

La dialéctica entre artes plásticas y literatura.

    Sin ser pretenciosos, observamos que la narrativa dominicana es una obra inacabada y aún no conoce techo. Una muestra de ello es la variopinta antología “50 escritores dominicanos de hoy”, presentada por Ediciones 4 ojos, bajo el cuidado de René Peguero Rodríguez. En esta selección, sin desmerecer las excelsas figuras de la literatura dominicana, se presenta un catálogo de escritores que, en su intento por mostrar el estado actual de lo que en República Dominicana se escribe, hacen gala de distintos estilos narrativos, entre relato y cuento, que pudieran ser juzgados como excelentes, buenos o malos, según los gustos, pero nunca como indiferentes.

    Llena de colores, contrastes y figuras, el arte de su portada ­­­­­la del libro­­es un ejemplo de la fluida comunicación que hay y debe haber entre las distintas manifestaciones artísticas. Marcos Anziani, pintor que asumió el compromiso de poner ante nuestros ojos la orilla que nos lleva a los mares de la antología con su obra “Se fue”, es una muestra elemental de que la interacción entre pintura y literatura sigue siendo ineludible, a pesar de la proliferación de lo digital.

    Para Ediciones 4 ojos, desde su nacimiento, ha sido santo y seña mostrar una estética, un concepto general y unitario que no sólo promueva la obra literaria sino la pictórica o visual, mostrando en cada publicación, como la reseñada, artistas de distintas geografías, de diferentes estilos y que su obra tenga un diálogo, una conversación capaz de reflejar lo de adentro en lo de afuera. Tales son los casos de la novela “La semana” y el misterio que nos atrapa al igual que la portada que la artista Nathalie Ramírez adornó; así como del discreto, pero poético libro, “Curro y yo”, en cuya imagen aristocrática de portada el artista Nervin Pepén nos hace un avance visual de lo que hallaremos en cada hoja; sin complejo alguno, está el caso de “La libélula”, breve novela, pero intensa historia, en cuya portada, la talentosa Estefanía Acosta Dumé nos da una verdadera muestra de los problemas que afrontará la heroína del libro; y, en un caso muy curioso, se nos presenta en la obra “Memorias de un anfibio”, la imagen de un artista de los Balcanes, el croata Neno Mikulić, quien, gracias a la cercanía de un clic, acompaña la empresa literaria dominicana con su expresión visual titulada “Fishman”, evocando al personaje que narra y vive la historia. Estas novelas, firmadas por René Peguero Rodríguez, forman parte, entre otras, del acervo universal de esa casa editorial, que ha tenido el privilegio de presentar una publicación de la obra “Amoricidio”, del escritor Rey Andújar.

    Dicen que no se debe leer un libro por su portada, pero en el caso de Ediciones 4 ojos, créanme, es necesario hacerlo. Cada composición artística situada en portada es más que una ventana, es una gran puerta, un puente que comunica esta pálida realidad con la fantasía que los autores se han comprometido a imaginar para que suspendamos la incredulidad y soñemos junto a ellos, como ha sido el caso de “50 escritores dominicanos de hoy”.

miércoles, 12 de abril de 2023

 

Pandémico

(soneto)

Por Nassir Rodríguez Almánzar

 

En una provincia china empezaste

de raudo andar llegaste al orbe entero

sin forma de impedir tu derrotero

en esta mundial ruta que trazaste.

 

Por todos los países avanzaste:

De bolsillos vacíos y dinero

visitando a los ancianos primero

y con muerte incluso nos abrazaste.

 

En mal la cercanía se convirtió

naciendo un nuevo amor en la distancia

cura que a la realidad pervirtió.

 

Sí, nos arrebataste la sustancia

pero no es un mal que todo lo invirtió

al final te venció la circunstancia.

 

 

8 de junio de 2020,

Santo Domingo, Distrito Nacional.

lunes, 5 de marzo de 2018


Vida.

Lluvia de alegrías
Noches silenciosas
Luna ensordecida
Callada, quieta y serena
Sueño dulce sin soñar
Árboles quedos y hojas muertas
Raíces empeñadas en buscar la oscuridad
En el agua primitiva que esconde secretos
Y oculta vida y la multiplica y la ve ceder.

Lluvia de alegrías
Sol ruidoso
En el murmullo de las aves y animales más pequeños
Al calor del movimiento transpirable
Jadeos, llantos y miradas inquietas
Pasos, saltos, vuelos
Sobre la tierra poblada de huellas del ayer
Del pasado explorado y a la vez sinuoso
Que a pesar de su recuerdo
Siembra dudas sin respuestas.

Lluvia de alegrías
Por la noche, que fue primera,
Por el día, que fracturó la calma,
Silencio y alboroto.

Vida… y siempre vida
No se termina, sólo cambia
Paradójicamente inalterada no acaba
Sino que migra de lugar
Y oculta el ayer
Y lo hace misterioso
Y lo vuelve interesante, complejo
Y lo dota de leyenda
Y de ciencias no exploradas.

Vida que no termina y nos hace imaginar
Vida que crea;
Que destruye;
Que colisiona;
Que se pierde;
Y que se halla.

Vida obsoleta y anacrónica
Cansada, agotada, pero presente, siempre presente
Y capaz de reinventarse y ascender
Cuando se la cree inexistente
Está en el ruido y en la calma
En la luz y oscuridad
Alegría interminable que se define a sí misma.

En todo… estás.







jueves, 28 de julio de 2016


La Libélula: Una tragedia bien contada.

El trabajo de René Peguero Rodríguez llegó a mi vida por accidente. Visitaba yo un día una de nuestras librerías y tropecé con la portada de un libro en la que aparece un hombre enmascarado como el Blue Demon mejicano, sentado frente a una máquina de escribir y rodeado de imágenes iconográficas de Jack Veneno, el campeón de la Bolita del Mundo. Ese libro era su segunda novela, Memorias de un Anfibio. Desde ese momento quedé atrapado en su literatura, en su manera de figurar el mundo a través de la ficción.

René Peguero Rodríguez es un escritor con ansias de expresarse y con una fertilidad para la creación que no muchos poseen. Sin embargo, no nos podemos llamar a confusión, a él le cuesta escribir, y cada línea, cada palabra, es la consecuencia de muchas horas de trabajo, de mucho pulir, de mucho analizar personajes, ambientes, tramas, matices, enfoques y un largo etcétera, hasta brindarnos una joya limpia, de prosa fluida y atrevida, que nos hace creer que la fantasía es parte de la realidad.

La Libélula, novela objeto de estas palabras, no es la excepción a su obra como escritor. Es una historia llena de colores, de pasiones y frustraciones, que resume muy exitosamente la intención de los personajes, sobre todo el de su protagonista y narradora. La Libélula, a través de un racconto en el que de manera inteligente nos va llevando a un desenlace quizás insospechado pero bien justificado, nos relata una tragedia en la que el personaje principal parece tan real que creemos que es una hija, una hermana o una prima de nuestra familia.

La prosa de La Libélula es desenfrenada, tanto como el personaje/narrador que, en su equisciencia, si se puede decir, cuenta las desgracias que viven los inmigrantes en la ciudad de Nueva York, muy especialmente los dominicanos de toda clase social. En ella observamos gente de todo tipo venida a menos, con sueños y esperanzas frustrados, con la ilusión de encontrar un porvenir en la Babel de Hierro, como muy acertadamente la llama el escritor que, de manera magistral, nos expone las vivencias de los migrantes en la década de los ochenta del siglo pasado, con un paseo que nos lleva a los años noventa y la idiosincrasia de aquella generación trashumante, hasta culminar en el inicio del milenio que vivimos. Basta con leer su primer párrafo para quedar prendados de ella:

Qué no te podría yo contar de esta ciudad de Nueva York, yo que he vivido en sótanos oscuros y sombríos. En complejos de apartamentos plagados de ratas, cucarachas y drogadictos. De afroamericanos, latinos y blanquitos que perdieron su dignidad mendigando los cupones de ayuda del gobierno a cambio de tener una nevera llena de  comida. Qué no te podría yo contar de esta foquin ciudad, con sus grandes parques repletos de ilusiones congeladas, avenidas llenas de almas entumecidas, y una red de trenes, moviendo día y noche, miles y miles de sueños que no llegarán a ningún lugar. Dime, qué no te podría yo contar de la llamada ciudad de las oportunidades, donde el que no tiene uñas, no se rasca. Bienvenido a la Babel de Hierro, lugar donde se desvanece el sueño Americano.

A pesar de la brevedad física de La Libélula, no podemos llamarnos a engaño, es un trabajo de profundad cualitativa. Es una novela colosal que, muy parecida a grandes obras latinoamericanas contemporáneas, como el quehacer de César Aira en El santo o en Cómo me hice monja, mutatis mutandis (cambiando lo que se debe cambiar) nos cuenta las cosas tristes de la manera más divertida posible; nos regala una historia con matices mágicos y espirituales en los que sólo creemos los ingenuos de este mundo, pero que en la trama juegan un papel imprescindible para alcanzar el cenit de lo narrado, cual Pedro Páramo de Juan Rulfo, si de algún clásico pudiéramos echar mano. Que el número de páginas no nos confunda, a través de ellas se lee todo lo necesario en una historia realista, supersticiosa e hilarante que nos exige reflexionar sobre las cosas buenas que tenemos y pretendemos sustituir por algo que promete ser mejor, sobre las glorias alcanzadas y rechazadas por el famoso “sueño americano”; sobre el abandono del confort, del prestigio, de los bienes materiales y hasta de la familia, a cambio de una vida de autómata en tierras extranjeras, donde nadie se preocupa por el prójimo y donde la conservación de la identidad es un privilegio que cuesta bastante, incluso, hasta la cordura.

Las palabras que utiliza René Peguero Rodríguez son, sin pretensiones de pontificar, las adecuadas. Ninguna de ellas está de más. Parece que hubiera construido un reflejo exacto de nuestra realidad, logrando ser la voz literaria de aquellos quienes se marcharon para “progresar” y, en cambio, empataron o perdieron, formando, tal como lo narra la carismática Libélula, “una ciudad llena de autómatas que hace tiempo perdieron el rumbo, y aún no lo saben”.

Esta novela, en un soliloquio admirable y desparpajado, con expresiones y palabras propias de quien combina el idioma español con el inglés sin complejos (sin llegar a ser un “foquin” espanglish), nos hace ver la tragedia a través de los ojos de un personaje que, en medio de tanta infelicidad y desgracia, pudo hallar momentos de paz, de amor, de sexo, de amigos, de brujería y hasta de encuentros con seres de otro mundo, para transportarnos a la nostalgia y terminar, en la última página del libro, con una sonrisa pintada en los labios.

La Libélula, a pesar de ser la historia de una tragedia, es una gran noticia para la literatura dominicana. Es la confirmación de un escritor que vino para quedarse. René Peguero Rodríguez no es una promesa, es una realidad.

martes, 24 de noviembre de 2015



Hoy… quizás mañana
(Prosa in/con/versa nacida de Brecht).

A quien duda

Dices que nos va mal. La oscuridad
crece. Las fuerzas flaquean.
Después de trabajar tantos años
nos encontramos ahora en una situación
más difícil que cuando
comenzamos.

El enemigo es ahora
aún más fuerte que nunca.
Parece que ha crecido su fuerza. Ha cobrado
una apariencia de invencibilidad.
Mientras que nosotros hemos cometido errores,
es inútil negarlo.
Cada vez somos menos. Nuestras
consignas son confusas. Una parte
de nuestras palabras
ha sido tergiversada por el enemigo hasta convertirla en
irreconocible.

¿Qué es erróneo, falso, de todo aquello que hemos dicho?
¿Una parte o todo?
¿Con quién contamos todavía?
¿Somos supervivientes, arrastrados
por la corriente? Quedaremos rezagados, sin
comprender ya a nadie, incomprendidos por todos.

¿O podemos contar con la buena fortuna?

Esto preguntas. No esperes
otra respuesta que no sea la tuya.

Bertolt Brecht (1898-1956).-


Hoy, quizás, estamos pasando por momentos complicados. Momentos que nos llenan de furia, de desesperación, de miedos, de dudas. Pero no hay tiempo para escapar, la vida continúa, respira en cada movimiento, en cada descanso, en cada éxito y fracaso, y no podemos hacernos a un lado. Nuestro deber es seguir hasta que el silencio de la muerte nos robe el aliento. El mañana es nuestro destino, la clave e inspiración de lo que debemos hacer ahora, confiando en nosotros mismos, en nuestra conciencia, en la bondad que hay en nuestros atribulados corazones; el mañana es ahora, mientras sufrimos y gozamos, mientras batallamos por alcanzar cada meta propuesta, mientras dialogamos con el eco de las palabras que se deshacen en el aire; el mañana es ahora, cuando luchamos en la incertidumbre, cuando sentimos que los brazos no resisten más peso que el de los músculos cansados; el mañana es ahora, en el momento en que buscas la comida de tus hijos, en el momento en que justificas con sudor lo que has ganado y mereces, el momento en que las cosas se vuelven personales, en que los problemas de uno se convierten en el problema de todos, como si los espejos confundieran las luces de la realidad; el mañana es ahora, cuando podemos hacer algo, cuando tenemos el destino en las manos, cuando tenemos las grises nubes sobre nosotros y podemos predecir la lluvia que preñará la tierra. Hoy, quizás, el mañana es nuestro.

Por Nassir Rodríguez Almánzar.

martes, 30 de junio de 2015

Pedro Henríquez Ureña, a 131 años de su nacimiento.
Por: Nassir Rodríguez Almánzar
(Publicado originalmente en el periódico El País Domininicano -elpaisdominicano.do- el día 29/6/2015)

En este breve espacio no intento hacer una biografía de quien podría decirse –hasta sin el “podría”– que es el mayor humanista que ha parido el suelo dominicano. Poco se habla de él en estos momentos de prisa, de caos y de miseria, siendo necesario recordarlo una vez más, cuando se cumplen 131 años de su natalicio. Pedro Henríquez Ureña, aún con el irremediable paso del tiempo, sigue ahí, fijo en la memoria, deambulando con sus gestos y breves palabras de maestro, el pensamiento intelectual y moral de nuestra nación, a pesar de que no contamos, hace ya mucho tiempo, con su presencia física.

Su primer aliento lo tuvo el 29 de junio del año 1884, en el seno mismo de la Zona Colonial. Hijo de la poetisa nacional, Salomé Ureña de Henríquez, quien no necesita carta de presentación,  y del prominente intelectual y político Francisco Henríquez y Carvajal. Desde muy pequeño, por la influencia de sus padres, demostró su talento por la literatura, componiendo, en nombre de su ilustre madre, hermosos versos de amor filial; representando, junto a su hermano Max, obras del bardo William Shakespeare.

El maestro Andrés L. Mateo, en su ensayo Pedro Henríquez Ureña. Errancia y creación, pone de manifiesto que nuestro mayor humanista fue un niño precoz y curioso, capaz de entender el secreto de la vida, mucho antes de vivirla. Y su proceso de formación cultural e intelectual fue sistemático, gracias a la colaboración conjunta de sus progenitores.

Tuvo contacto directo con Eugenio María de Hostos, El Ciudadano  de América, debido a la relación de amistad que guardaba con su familia y de él nutrió bastante su curiosidad las veces que pudo. Habiendo terminado sus estudios secundarios, Pedro, en busca del perfeccionamiento del idioma inglés, se trasladó a la ciudad de Nueva York, quedando completamente impactado por aquella urbe que de todo tenía, cambiando en él, y para siempre, la imagen dibujada en su mente por el prejuicio “arielista” contra el utilitarismo anglosajón. El contacto con el teatro, la música y las artes plásticas lo maravillaron y reforzaron su andar por la literatura.

Vivió en Cuba, México, Estados Unidos y Argentina, formando parte, en cada uno de esos países, de los grupos intelectuales de avanzada. En Cuba, por ejemplo, con apenas 21 años, publicó su primera obra, titulada Ensayos críticos. Ya en México, donde se hizo abogado en 1914 tuvo una vida intelectual más prolongada, siendo allí, incluso, precursor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional (hoy Universidad Nacional Autónoma de México), haciendo un paréntesis en Estados Unidos de América con la realización de sus estudios de maestría y doctorado en Artes y Literatura, respectivamente, en la universidad de Minnesota. En Argentina, a pesar de no tener cátedra universitaria, fue reconocido por los mejores y más encumbrados intelectuales, como el maestro que es –más allá de la muerte misma–, formando parte del grupo intelectual Sur, siendo su colaboración en la revista del mismo nombre un elemento importante para la conformación del mundo de las letras argentinas en los años 1930 y 1940, influyendo en un tal Jorge Luis Borges, en edad de plena producción fantástica.

El aporte bibliográfico de Pedro Henríquez Ureña no fue poco. En su esencia, era dirigido con intenciones didácticas, con mucho rigor científico y enfocado en las letras, la filosofía y el arte, siempre que estuviera el ser humano vinculado a ello. No hay glosador o biógrafo que pueda decir lo contrario, sino reafirmarlo. Nuestro humanista fue un pensador que se interesaba “en todo lo humano por más humilde que fuese” (José G. Gerrero: Pedro Henríquez Ureña: Crítica, teoría y método).

Y sus enseñanzas, “como todos los maestros genuinos”, dicho por Borges, allá en el año 1959, se basaban en un “método indirecto”, ya que “bastaba su presencia para la discriminación y el rigor”. Quizás, el mismo creador del Aleph, fue quien en una ocasión incurrió “en la ligereza de preguntarle si no le desagradaban las fábulas y él respondió con sencillez: No soy enemigo de los géneros”; siendo aquella respuesta una pequeña muestra de ese “manera abreviada” de educar.

El hijo se Salomé ocupó la posición de Superintendente de Educación en República Dominicana, en los inicios de la dictadura de Trujillo, comenzando sus funciones de manera oficial el 1º de enero del 1932, entre precariedades y decepciones por el estado de cosas que, con su capacidad perceptiva, notaba se avecinaba. De todas maneras, “a pesar de todo su malestar espiritual”, trabajó en la modernización del sistema educativo dominicano, introduciendo “los métodos positivistas de enseñanza de la ciencia”. No obstante haber hecho todo el esfuerzo para que las cosas acá fueran mejores, se sentía maniatado por el crecimiento de un régimen autoritario y, envuelto en “un silencio que lo acompañó el resto de su vida”, abandonó el país en junio de 1933 (L. Mateo, Andrés: 2001).

Su conocimiento y enseñanzas hicieron tanto eco que, incluso, en la universidad de Harvard dictó conferencias, las cuales fueron tituladas Plenitud de España, siendo él “la primera persona de habla no inglesa en ocupar la cátedra Charles Eliot Norton en esa universidad”, tal como lo advierte José G. Guerrero, citando a Enrique Krauze en El crítico errante.

Pedro Henríquez Ureña fue un superdotado con todas las condiciones para tener éxito y supo aprovechar sus posibilidades sin siquiera esperar a que alguien se las sirviera en bandeja de plata. Consagró su vida a los demás, a pesar de ser menospreciado en ciertas ocasiones. Un hombre totalmente abnegado, dispuesto siempre a decir: “Yo sólo sé de amores que hacen sufrir, y digo como el patriota: Mi tierra no es para mí triunfo, sino agonía y deber”.

Espiró su último aliento en 1946, iba en tren y el mismo nunca llegó a su destino. La eternidad era su última morada.